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«Administración Pública es una carrera con un alto nivel de empleabilidad»

«Administración Pública es una carrera con un alto nivel de empleabilidad»

Jefe de carrera de Administración Pública, Emmanuel Osses, analiza en profundidad el acontecer nacional y explica en detalle el rol el Estado en tiempos de crisis.

Viña del Mar 21 de febrero de 2020

En Chile un nuevo caso de corrupción salió a la luz pública. Se trata del denominado “fraude del Minvu”, el que es investigado por el Ministerio Público, quien tiene en el ojo del huracán a la empresa Altiuz SpA, entidad que recibió más de 5000 millones de pesos de parte de instituciones públicas entre los años 2017 y 2019. Lo anterior sumado a los escándalos que involucró a los políticos y empresarios, el llamado delito de “cuello y corbata” o casos en reparticiones públicas como Carabineros y varios municipios tanto en la Región Metropolitana como en la Región de Valparaíso.

En este escenario, crees que en Chile se ha generado una especie de “mecanismo” tal como se conoció en Brasil en el caso Lava Jato?

Desde el retorno a la democracia, Chile se había caracterizado por mostrar buenos indicadores en materia de corrupción en la mayoría de los instrumentos destinados a evaluar esta dimensión, lo que nos situaba en un escenario muy distinto al de la mayoría de los países de la región.  Sin embargo, en la última década, se ha producido no sólo un incremento en los casos de corrupción que han salido a la luz pública, sino que también un deterioro en instituciones que se habían caracterizado, hasta entonces, por contar a su haber con altos niveles de credibilidad y confianza de la ciudadanía, y que hoy las vemos profundamente cuestionadas. Correlato de este deterioro es, por ejemplo, que Chile, en el ranking del índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, está en descenso desde el año 2014, perdiendo el liderazgo regional que ostentaba en esta materia.

Sin perjuicio de lo anterior, es importante destacar que, en gran medida, los casos de corrupción que el país ha conocido en los últimos años, corresponden a situaciones donde está comprometida la clase política, o altos directivos y directivas, y no precisamente los funcionarios y funcionarias con los que la ciudadanía se relaciona directamente. Esta situación da cuenta que el país está evidenciando una tipología específica de corrupción, más próxima a lo que los teóricos denominan cleptocracia, vale decir, un sistema en que las cúpulas utilizan el poder para enriquecerse y perpetuarse, primando los intereses particulares por sobre el bien común.

Considerando esta especificidad, es más difícil -aunque no imposible- que se configuren casos como Lava Jato, los que, por su complejidad, requieren del involucramiento de más actores de manera vertical -y no solo a las cúpulas directivas de las instituciones. Esa posibilidad es más propicia en sistemas donde existe una cultura de la corrupción, es decir, donde ésta opera transversalmente y es naturalizada como un mecanismo de relación entre el Estado y la ciudadanía, lo cual no es el caso de Chile.

Según un estudio del Consejo para la Transparencia, la mayoría de los chilenos perciben que los organismos del Estado son corruptos o muy corruptos. A tu juicio, ¿cómo se debe trabajar para recobrar la confianza de la ciudadanía respecto a las reparticiones públicas?

Respecto a la percepción de corrupción, es necesario establecer ciertos matices, ya que las percepciones, si bien son determinantes, no siempre constituyen un fiel reflejo de la realidad.  Efectivamente los últimos sondeos evidencian un incremento en la percepción de corrupción por parte de la ciudadanía hacia los funcionarios y funcionarias, tal como lo indica el estudio del CEP del año 2016, donde se reveló que un 70% cree que bastante o casi todos los funcionarios y funcionarias están inmiscuidos en actos corrupción. Sin embargo, llama la atención que ese mismo estudio reveló que un 76% la población no se ha enfrentado nunca o casi nunca a que un funcionario o funcionaria le sugiera o pida una coima. Es decir, el fenómeno de la corrupción pareciera no estar tan presente en la vida cotidiana de las personas, como si en las representaciones sociales construidas respecto a las instituciones públicas. Esta asimetría, puede ser indicativa de cómo los escándalos de corrupción que han comprometido a altos directivos y directivas, tiene la capacidad de enlodar la confianza de una institución en su totalidad. Es decir, la sanción ciudadana no es especialmente selectiva.

Ahora, cuando intentamos avanzar en confianza de la ciudadanía hacia nuestras instituciones, otro elemento que es necesario visualizar que más transparencia no necesariamente se traduce en más confianza por parte de la ciudadanía. Incluso, la relación puede ser inversa. Así, si consideramos que en Chile los mecanismos de transparencia se han perfeccionado progresivamente durante la última década, resulta pertinente cuestionarse si la crisis de confianza a la que hoy asistimos obedece a un aumento efectivo de casos de corrupción, o bien, a que el incremento en la transparencia ha posibilitado conocer casos que antes se encontraban bajo la opacidad que imperaba ante la ausencia de transparencia. Bajo esta segunda hipótesis, y aunque parezca paradójico, el incremento de la transparencia habría redundando en aumento de la desconfianza. Por tanto, la transparencia, al menos por sí sola, es absolutamente insuficiente para el propósito de la confianza ciudadana.

Por lo tanto, para avanzar en el nivel de confianza que la ciudadanía deposita en las instituciones públicas, es clave combinar la transparencia con la incorporación de más y mejores mecanismos de participación ciudadanía y de rendición de cuentas en la gestión pública.  Los ciudadanos y ciudadanas van a desarrollar más confianza en los procesos de los cuales se sienten partícipes o han tenido más injerencia en su desenlace.

 Pese a que nuestro país cuenta con instrumentos que velan por la transparencia como lo es Ley de Compras Públicas que incluye convenios marco entre las empresas privadas; la Ley de Administración Financiera del Estado (LAFE) con reglas de ejecución presupuestaria que obligan a los servicios del Estado; y Ley de Concesiones, para obras de gran envergadura, que activa y regula la cooperación público-privada, principalmente en materia de infraestructura mayor, de igual forma siguen existiendo casos de corrupción…Entonces ¿en qué falta por avanzar?

En materia de probidad y transparencia debemos asumir que la tarea nunca estará lista, y las medidas que se emprendan nunca serán suficientes. En general el crimen organizado y la corrupción siempre van un paso más adelante y se irán sofisticando, buscando espacios «porosos» por donde penetrar a las instituciones. Esta realidad, más que a impulsar una medida en concreto, nos desafía a desarrollar una cultura de la probidad y la transparencia orientada a reforzar constantemente nuestros estándares y evaluar de manera sistemática nuestras herramientas jurídicas y administrativas para enfrentar este tipo de situaciones. Una cultura de la probidad y la trasparencia, en cuanto sistema cultural, requiere de un refuerzo permanente, y lo que ha demostrado la evidencia, es que cada vez que los dispositivos de control se flexibilizan o no se refuerzan, la corrupción gana espacio.

La Región de Valparaíso, no ha estado exenta de casos de corrupción a nivel municipal. Por lo tanto, ¿crees que avanzar en la formación de nuevos profesionales en base a la probidad es la clave?

 Debemos considerar que los funcionarios y funcionarias son depositarios de la fe pública y cada vez que desempeñan una función, es el Estado, encarnado en ese funcionario o funcionaria, quien está materializándola. En ese sentido, ingieren de manera gravitante en cómo la ciudadanía percibe y valoriza lo público. Bajo esta perspectiva, cuando la ciudadanía enfrenta una crisis de confianza -que por lo demás, hoy no constituye un problema exclusivo de las instituciones públicas-, los funcionarios/as pueden ejercer un rol clave en resignificar la relación de la ciudadanía con las instituciones, especialmente en aquellos espacios que constituyen «la puerta de entrada» de la ciudadanía al Estado, como son los municipios, los servicios de atención primaria, las OIRS de los servicios públicos, etc. En la medida que estos espacios cuenten con funcionarios y funcionarias más profesionalizados, y no sólo respondan a lógicas eficiencia y eficacia, sino que también de transparencia, participación e inclusión, disminuye la posibilidad de que los casos de corrupción selectivos, permeen la percepción ciudadana y se esgriman juicios generalizadores.

 Estallido social

A raíz del estallido social se ha generado una especie de temor respecto a la disminución del Estado. Bajo esta lógica, ¿los administradores públicos pueden verse afectado?

El estallido social, lo que ha hecho es plantear un cuestionamiento a nuestro modelo en diferentes dimensiones. Si uno recogiera las consignas y demandas más representativas, podría diagnosticar que hay un malestar que se nutre de varias fuentes de «indignación». En primer lugar, podemos reconocer un malestar generado por la falta de acceso o precariedad en el acceso a prestaciones sociales -salud, pensiones, educación, vivienda, etc-, los cuales, en la mayoría de los países, con más, con igual e incluso con menos nivel de desarrollo que Chile, y con diferentes modelos ideológicos de desarrollo, están consagrados y garantizados por el Estado.  Hoy día, el tamaño de nuestro estado es del orden del 25% del PIB, uno de los más escuálidos del mundo. En Finlandia es de un 58%. Incluso, en Estados Unidos, es de un 36%. Esta situación ha generado que la sociedad sienta que debe recurrir- para acceder a estas prestaciones sociales- al sector privado y esto, en gran medida, en base al endeudamiento, lo que genera una situación muy compleja, donde nuestra llamada gran clase media, se sostiene principalmente en base a la deuda.

Asimismo, es evidente que enfrentamos una crisis de representatividad de nuestras instituciones políticas porque la rigidez de nuestro marco constitucional ha generado que la actividad política y la congregación de mayorías- para impulsar transformaciones- pierda eficacia, lo que ha conllevado a una profunda desafección con la política institucional y con nuestras instituciones en general. Esto obviamente nos interpela a repensar críticamente nuestro orden institucional y a re-ciudadanizar nuestras instituciones, porque de lo contrario, dejan tener sentido para ciudadanía y la democracia se nos «desfonda».

Y, por otro lado, el estallido también ha relevado el problema de la desigualdad -en todas sus dimensiones- y ha puesto en evidencia que en la sociedad se alberga un sentimiento de injusticia, donde no todos somos tratados como iguales. Esto tiene su expresión más burda en la impunidad que la ciudadanía percibe ante los abusos y delitos de «cuello y corbata», hasta aspectos más simbólicos -pero que tienen repercusiones concretas y prácticas- como la desigualdad de género, la discriminación hacia pueblos originarios, hacia las diversidades sexuales, entre otros. En esta reivindicación por una sociedad más justa e inclusiva, el Estado es un actor clave, ya que las transformaciones requeridas encierran en gran medida transformaciones culturales de largo plazo, que requieren de mecanismos institucionales que las impulsen y refuercen.

En consecuencia, es muy difícil concebir una disminución del estado en este escenario y todo indica que, independiente del desenlace del estallido social, este gobierno y los sucesivos deberán apuntar a fortalecer las instituciones, consagrar más derechos, ampliar coberturas, lo que se traducirá en incremento de su tamaño y de sus competencias. Es decir, más Estado y más fuerte.

Entonces, puede existir el efecto contrario, es decir que el Estado a raíz de las demandas ciudadanas tenga que ampliarse y, por ende, generar nuevos cargos y cupos en la administración pública.

 Efectivamente. En la medida que se garantizan derechos, o se amplía el acceso a prestaciones sociales- eso en términos concretos se traduce en recursos, en funciones y en personas que las ejecutan- naturalmente implicará una presión por hacer crecer la estructura del Estado, ya sea términos orgánicos como funcionales.

 Por último, la carrera de Administración Pública ha crecido potencialmente, al punto que se ubica dentro de las profesiones de las ciencias sociales con mejor remuneración. ¿A qué se debe esta alza?

Conforme a los estudios de empleabilidad que realiza Mineduc para asesorar a los y las estudiantes en la selección de sus carreras, la carrera de Administración Pública, no sólo es una de las que cuenta con mejores remuneraciones dentro de las profesiones de las ciencias sociales, sino que también, con mayor nivel de empleabilidad. Este posicionamiento se debe a la progresiva profesionalización que ha experimentado la administración publica chilena durante las últimas décadas, lo que ha incrementado la demanda de profesionales especializados en el sector público y ese incremento de la demanda se traduce en mejores remuneraciones.

Por otro lado, la administración pública, en términos del mercado laboral, tiene la ventaja de ser uno de los espacios con menos elasticidad de demanda. Esto quiere decir, que se ve menos afectado por los ciclos macroeconómicos que otros rubros profesionales -como la construcción, o la industria del turismo, por ejemplo.  Esto se debe a la institucionalización del gasto, y a que, en contextos de contracción, tiende a producirse lo que los economistas denominan histéresis del gasto fiscal. Esto quiere decir que, si se incrementa el gasto público en un momento, y en segundo momento se aplica una política fiscal restrictiva -es decir, de disminución del gasto público-, esta disminución difícilmente implicará a un retorno al nivel de gasto inicial porque, por ejemplo, cerrar programas o contraer coberturas que ya han sido ampliadas en un periodo de expansión, tiene un costo político que no es fácil de asumir.  En consecuencia, esto configura un espacio laboral resiliente y con mayor nivel de empleabilidad y de estabilidad.

 

 

 

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