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En tiempos de pandemia y cuarentena irrumpen con fuerza las denuncias por hechos de violencia al interior de las familias. Una realidad muchas veces silenciada, relegada a la intimidad, a lo doméstico, que se acalla. Quizás por temor, quizás por vergüenza o dependencia, ya sea de orden emocional o económica, pero que surge hoy en día como una realidad social que no podemos continuar eludiendo ante el alarmante aumento en el número de casos en nuestro país. Esta situación incluso ha llevado a algunos a hablar de “la otra pandemia” y, por ende, nos obliga a reflexionar sobre este tipo de violencia, la que se inserta en un concepto más amplio llamado “violencia de género”, replanteándonos así el rol que debe asumir el Estado para su erradicación.
Para conceptualizar la violencia de género resulta necesario señalar que cualquier concepto que se dé supone reconocer que este tipo de violencia constituye una manifestación del desequilibrio histórico entre la mujer y el hombre que ha llevado a la dominación y a la discriminación de las mujeres, habiéndose convertido en uno de los mecanismos sociales cruciales por los que se mantiene a las mujeres en una posición de subordinación.
En este sentido, el “género” es una construcción sociocultural de diferentes roles atribuidos, pero que no guardan relación con los atributos biológicos de hombres y mujeres. Así, resulta claro que la violencia de género se refiere a la violencia sufrida por las mujeres como consecuencia de razones y elementos de tipo sociocultural que despliegan efectos sobre el género femenino y sobre el género masculino, determinando una situación desigual entre hombres y mujeres.
Ahora bien para precisar el concepto- habiendo señalado el elemento sociocultural que se encuentra a la base de este tipo de violencia, la que está dada por la construcción generizada de la sociedad- podemos acudir a la definición de violencia contra la mujer que nos da la Resolución de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU 2001/49 que la define como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada, e incluida la violencia doméstica, los delitos cometidos por cuestiones de honor, los crímenes pasionales, las prácticas tradicionales nocivas para la mujer, incluida la mutilación genital femenina y el matrimonio forzado”. El documento añade además que la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos y libertades fundamentales, y menoscaba o anula su disfrute de éstos.
Lo interesante de esta definición es que considera que la violencia sobre la mujer viola y menoscaba los derechos humanos y las libertades fundamentales, lo que importa que no pueda considerarse como un problema de la esfera privada de los individuos, sino necesariamente un mal que afecta la sociedad en su conjunto, respecto del cual urge una intervención estatal pronta y coordinada. Así, lo fundamental en materia de violencia de género es enfocar los esfuerzos en su erradicación, siendo un actor central el Estado, quien a través de sus órganos debe orientar su intervención a la prevención, la represión y la protección de las víctimas.
Respecto a la prevención de la violencia doméstica y de género tiene su ámbito propio cuando el conflicto no ha surgido aún e incluye aquellas medidas tendientes a evitar que se produzcan situaciones de violencia mediante la sensibilización de la población, esto es, difundir información destinada primeramente a luchar contra los estereotipos culturales arraigados asociados a la violencia y, en segundo lugar, a poner en conocimiento de la sociedad en su conjunto la magnitud y consecuencias dañinas de la violencia contra la mujer.
Por otra parte, resulta indispensable la adecuada capacitación de los profesionales que trabajan en los ámbitos correspondientes, esto para la detección temprana de situaciones de violencia, con la finalidad de canalizar adecuadamente las acciones para evitar la repetición de este tipo de actuar y dar un trato adecuado a la víctima.
El segundo ámbito de intervención estatal está dado por la represión de las conductas violentas cuando éstas hayan tenido lugar. Ahora bien, la sanción de la persona responsable de acciones u omisiones violentas contra la mujer depende, principalmente, del Derecho Penal y, en su caso, del Derecho de Familia, en el evento que el conflicto se ventile ante dicha judicatura.
Finalmente, a mi entender, el tercer ámbito de intervención estatal- y quizás el más apremiante- está dado por la protección y asistencia a las víctimas de violencia de género, siendo fundamental que la mujer que sufre violencia reciba ayuda por parte de las entidades públicas para afrontar las necesidades derivadas de su posición especialmente vulnerable.
Ahora bien, la asistencia igualmente debe reunir ciertas características, debe ser coordinada, multidisciplinar, profesional y permanente, adoptándose las medidas tendientes a restablecer el equilibrio psíquico, social, sanitario, económico, familiar, y en general personal de la víctima, procurando a toda costa evitar la victimización secundaria que alude a los daños sufridos por la víctima en sus relaciones con el sistema penal, proporcionándole la información necesaria, además de garantizarle un trato digno y respetuoso de su calidad. Lo anterior hará que se empodere y le permita lidiar con el conflicto que la aqueja, esto para que en el evento de enfrentar un posible juicio lo haga en condiciones psicológicas adecuadas y pueda soportar la presión que el mismo conlleva, sin que ello importe una profundización del daño causado, sino un paso adelante en la erradicación de la violencia de género.